Autor: Rolando García *
La introducción de la última obra filosófica que publicó
Bertrand Russell, sin duda una de las grandes cumbres de la
filosofía del siglo XX, comienza así:
Para el sentido común científico es obvio que sólo se
conoce una parte infinitesimal del universo, que hubo épocas
incontables en las que no existió ningún conocimiento y que,
probablemente, habrá incontables edades futuras sin
conocimiento; cósmicamente y causalmente, el conocimiento es
un elemento sin importancia en el universo. Una ciencia que
omitiera mención de su ocurrencia sólo padecería, desde el
punto de vista impersonal, de una insignificante
imperfección.
Es un estilo típico de Bertrand Russell para introducir uno
de los libros más importantes sobre el conocimiento humano.
Estamos de acuerdo en que es una parte infinitesimal del
universo, pero es la parte más importante para nosotros,
porque el conocimiento es sin duda la base de la vida de
relación y, quizás lo más trascendente hoy en día, el
conocimiento se ha convertido -más de lo que históricamente ha
sido- en la base del poder.
Tratar este tema es bastante arduo. De acuerdo, somos una
parte infinitesimal del universo, pero yo me tengo que ocupar
forzosamente, en el tiempo que dispongo, de una parte más
infinitesimal todavía de este mundo terráqueo. Para tratarlo
con cierta posibilidad de comprensión general, tendría que
ocuparme de Asia, sobre todo de Asia Menor, de China, de
India, de África, lo cual es prácticamente imposible. Voy a
tener que hacer lo que es costumbre: omitir esa parte del
mundo que ha sido un motor extraordinario en los problemas del
conocimiento, con una visión muy distinta a la muestra. Me voy
a circunscribir a esta región espacio-temporal muy reducida
que de manera muy arbitraria se llama mundo occidental, y a
una parte temporal que es, como suele hacerse, de Grecia en
adelante. Quizás haga, si nos da el tiempo, alguna referencia,
que siento obligada, para contraponer la visión que a lo largo
de la historia desarrollaron ambas civilizaciones.
Si empezamos con Grecia, la filosofía, la religión, la
magia, la superstición y la ciencia empezaron mancomunadas, en
un mundo de comprensión y de coexistencia. Con el advenimiento
del Cristianismo el idilio terminó y vino la gran ruptura. San
Agustín dijo que no se puede ser cristiano y filósofo al mismo
tiempo porque es vana la pretensión de la mente de llegar a
verdad alguna: a la verdad se llega sólo por la revelación a
través de la fe. El emperador Justiniano llevó a la práctica
las implicaciones de este dogma, cerrando la academia
platónica con el argumento de que allí se impartían enseñanzas
paganas y perversas. En ese momento, hay un éxodo importante
de los filósofos de Grecia y durante seis siglos no hay
filosofía, ni ciencia en Europa. Solamente la teología está
autorizada a decir qué es conocimiento y qué es verdad.
Quienes emigraron de Grecia se fueron a Oriente. Por suerte
para ellos no necesitaban tramitar pasaporte ni visa, así que
pasaron directamente a Persia, a Jundi-Shapur, un lugar que
era originalmente un centro de medicina y que fue adquiriendo
un carácter de universidad. Pero cuando se fundó Bagdad en el
año 762, allí se concentró la élite científico-filosófica del
mundo de entonces. Bagdad fue durante cinco siglos -algo para
recordar frente a lo que pasa hoy- el centro intelectual del
mundo. Allí los árabes dieron un ejemplo de tolerancia y
libertad del pensamiento. Ahí estaban cristianos, judíos,
árabes, musulmanes, conviviendo, rescatando y traduciendo las
obras de la época del esplendor de Grecia. La ciencia
heleno-árabe llegó a Europa a través de España, cuando los
árabes fundaron el Califato de Córdoba, cuya capital pasó a
ser -según los historiadores- la ciudad más poblada y más
culta de Europa. Así vuelve la filosofía griega a Europa, en
un momento en que, con la revolución agrícola, la expansión de
las ciudades, el comercio, etcétera, se producirá ese
extraordinario renacimiento intelectual que cambia la visión
del mundo en los siglos en que surgen las universidades.
Son cambios que atañen tanto a las relaciones con el mundo
físico, como al tejido de relaciones en la sociedad. La
iglesia, cuya doctrina había quedado exclusivamente bajo el
dominio de la teología, carecía de una filosofía que pudiera
servir de intérprete a este tipo de cambios y la efervescencia
de ideas que ellos generaban, y debe establecer nuevos marcos
de referencia. Uno de ellos fue el mojón que plantó Tomás de
Aquino, quién luego será Santo Tomás, una de las grandes
inteligencias de la iglesia cristiana. Fue él quien advirtió
que no era posible mantener la total dominación de la teología
en la interpretación de los fenómenos del mundo terrenal, e
introdujo la doctrina de la doble verdad. El universo
quedó dividido en dos dominios. Más arriba de la luna, era
dominio de la teología. Sólo ella podía decir qué eran los
fenómenos, qué era la verdad. Por debajo de la luna se admitió
que el hombre podía llegar a establecer algunas verdades
relativas a través de la observación y la experimentación.
En mi concepción de la historia de la ciencia, aquí se
encuentra el germen de lo que será la actividad científica en
el mundo occidental.
No voy a resumir la historia, sólo mencionaré lo que todos
saben. En los siglos siguientes, fundamentalmente con lo que
se llama oficialmente el Renacimiento -siglos XV y XVI- se
inicia un proceso social, económico, político y religioso que
va a incluir las reformas de la iglesia, y conducirá a la
revolución científica que culminará, con Newton, en la segunda
mitad del siglo XVII. Y me detengo en Newton porque el mundo
newtoniano que va a dominar el resto del siglo XVII, todo el
siglo XVIII, y continuará hasta entrado el siglo XIX, hace una
ruptura absolutamente fundamental en el problema del
conocimiento, que es el tema de estas reflexiones.
Esa ruptura se concentra inicialmente en dos puntos. En
primer lugar, se empieza a hablar por primera vez de leyes
naturales. La palabra ley se usaba hasta entonces referida a
normas morales o normas jurídicas. En la segunda mitad del
siglo XVII, en la fecha precisa de 1665 con la publicación de
Philosophical transactions de la Royal Society, aparece
por primera vez -y se seguirá usando de manera sistemática- el
término ley natural. La introducción de este término
refleja el cambio fundamental que tiene lugar dentro del
Protestantismo con respecto a la concepción del mundo. El
cambio, que yo llamo de marco epistémico, se refiere a
lo siguiente: el mundo está creado por Dios, pero Dios
estableció leyes, y esas leyes rigen al mundo físico sin
mediar más la voluntad de Dios. La implicación fundamental que
tiene este cambio de doctrina para el desarrollo de la ciencia
es la aceptación de que la mente humana puede desentrañar esas
leyes. Jocosamente se dijo que Dios creó al mundo, le impuso
sus leyes, y después mandó a Newton para que se las explicase
al resto de la humanidad. El más ardiente seguidor de Newton,
que fue Boyle, dirá que no solamente debe ser permitido que la
mente humana estudie esas leyes, sino que es obligación del
ser humano estudiar esas leyes para entender la armonía que
Dios puso en el universo. El mundo que pinta la filosofía
natural de los newtonianos incluye a la sociedad en su
conjunto. Esas leyes naturales rigen también el orden
económico, y una buena parte de la concepción de la economía
que va a seguir después con el desarrollo del capitalismo será
producto de ese pensamiento.
El segundo punto fundamental es la gran ruptura con la
teología medieval y la doctrina tomista de la doble
verdad. Newton muestra que las leyes que rigen los
movimientos planetarios son las mismas leyes que rigen los
movimientos en el mundo terrenal, en el mundo sublunar. El
movimiento de los planetas y el movimiento del péndulo
obedecen a las mismas leyes. Aquí termina la dictadura de la
teología, que era el único tribunal autorizado a opinar cómo
eran los fenómenos más allá de la luna.
El hombre empieza a investigar el universo y a decidir
acerca de la ciencia que está surgiendo, a seleccionar los
fenómenos de los cuáles se va a ocupar, y a tratar de explicar
esos fenómenos. Era natural que al mismo tiempo surgiera la
revolución en la filosofía.
Renace la filosofía. Es el comienzo de la filosofía
moderna, y el padre de esta filosofía, como todos saben, es
Descartes. Con el surgimiento de la filosofía moderna hay una
especie de acuerdo tácito que divide las tareas. Para decirlo
de manera un poco simplificada y quizá caricaturesca: la
ciencia se va a ocupar de explicar al resto de la humanidad
las leyes naturales, y la filosofía le va a explicar al
científico qué es lo que sus teorías quieren decir. Salen de
ahí los sistemas filosóficos. Salen de ahí, naturalmente,
Locke y Hume, Berkeley y Leibnz, finalmente Kant. Ellos van a
explicar qué es el espacio, el tiempo, la causalidad, qué son
las matemáticas, qué son las teorías. Son ellos quienes le van
a explicar a los científicos. Los científicos se ocuparán de
las leyes y de desenmarañar dichas leyes, pero no se ocuparán
de decir qué son. Newton dirá entonces, refiriéndose a la
naturaleza de la fuerza de gravedad, que él no formulaba
hipótesis. Pero su libro está impregnado de geniales
hipótesis. En realidad todo su libro es una manifestación
extraordinaria de lo que se llamará el método
hipotético-deductivo, quizás lo que Newton no quería era
comprometerse con afirmaciones que entraban en conflicto con
la verdad religiosa, porque el espectro de la condenación de
Galileo le andaba rondando y no quería tener problemas
similares.
La culminación de todo este proceso es la filosofía
kantiana. Kant viene de la ciencia empírica, es un físico,
también se ocupa, junto con Laplace, de la teoría de lo
nebuloso, de todo el mundo natural. Es poco conocido que Kant
fue el primer profesor de geografía que hubo en el mundo. La
primera cátedra de esa disciplina que se abre en Alemania fue
para Kant. Un hombre genial que se ocupó de una multitud de
temas. Su posición era empirista, viene de la física del siglo
XVII y de Newton. Kant tropieza con Hume, empirista también,
pero de posición muchísimo más flexible, y el más lúcido
analista de lo que pasa en la ciencia de entonces. Hume pone
en tela de juicio todo lo que se ha dicho sobre la causalidad.
Todos los que hayan hecho algún curso de filosofía saben,
habrán leído o habrán oído, el dicho de Kant de que Hume lo
despertó de su sueño dogmático, de creer solamente en
los hechos. Bertrand Russell comenta con su habitual ironía
que Kant efectivamente se despertó de su sueño dogmático, pero
encontró pronto un soporífero que le permitió volver a dormir
con toda placidez. El soporífero fue su propia teoría porque,
a partir de esa puesta en duda de Hume, Kant elabora el más
impresionante monumento, el más formidable sistema filosófico
que se construyó, creo yo, en toda la historia de occidente.
Con respecto a él siempre repito el mismo chiste malo: es un
sistema casi perfecto que tiene el defecto de ser falso.
El gran mérito que tuvo Kant entonces -y continúa siéndolo-
es haber planteado con toda claridad el problema del
conocimiento, de la relación sujeto-objeto en la construcción
del conocimiento. Lo que ya no son aceptables son sus
respuestas, que forman un sistema cerrado completo: explica el
espacio, el tiempo, la causalidad, las matemáticas y,
naturalmente, explica la ciencia de su época. Para Kant la
geometría es lo que dicen los Elementos de Euclides, la
lógica.
Kant es el silogismo aristotélico; la matemática es el
cálculo en la forma que Newton y Leibniz lo construyeron; el
espacio y el tiempo es lo que Newton considera como espacio y
tiempo. Él está convencido de que ha resuelto todos los
problemas. Por eso se atreve a escribir, como coronación de su
obra cumbre, La crítica de la razón pura, un
complemento que lleva por título, modestamente,
Prolegómenos a toda metafísica futura.
La obra de Kant es el monumento de la filosofía
especulativa. Pero ese monumento tuvo mala suerte. Kant muere
en 1804 y no pasan 20 años sin que la ciencia,
fundamentalmente la matemática, tenga un vuelco
extraordinario. Aparecen las geometrías no euclidianas, y a
partir de ahí yo diría que cada uno de los conceptos que daba
Kant como establecidos van a ser sistemáticamente demolidos en
lo que resta del siglo XIX y el comienzo del siglo XX. La
geometría no euclidiana muestra que la geometría de Euclides
es sólo una de las geometrías entre otras equivalentes, y que
la geometría del espacio físico no era un problema que podían
decidir las matemáticas por sí mismas. Por su parte, la lógica
va a ser completamente renovada en ese siglo. Se va a mostrar
que la silogística de Aristóteles es sólo un pequeño capítulo
de la lógica, se va a resolver lo que fue el gran escándalo de
la matemática y de la lógica: la lógica de Aristóteles no es
capaz de expresar el más simple razonamiento matemático,
siendo que las matemáticas se consideran la cumbre del
razonamiento lógico. Es fácil mostrar razonamientos muy
simples que no son reducibles a silogismos. Cae entonces la
lógica aristotélica. Weirstrass da al cálculo un aspecto
completamente distinto, muestra que los infinitésimos que
tanto le hicieron devanar los sesos a Kant y también a Hegel
no son problema. Y Cantor resuelve las antinomias sobre el
infinito. Brevemente se llega al final del siglo con una
matemática distinta, sin que quede nada de los problemas de
Kant.
En los inicios del siglo XX, con la relatividad y la
mecánica cuántica, el proceso se va a terminar. El espacio y
el tiempo cobran un sentido completamente distinto. Este es el
derrumbe, no de Kant ni de Hegel, es el derrumbe de la
filosofía especulativa. A partir de ahí la filosofía
especulativa pierde el derecho de tratar de fundamentar los
conceptos científicos.
Los alemanes son los primeros que se percatan de esto,
quizá porque una buena parte de lo que ocurrió fue en
Alemania. Y lo que era erkenntniss theorie, teoría del
conocimiento (erkenntniss es teoría) le anteponen
wissenshaft leherer (wissenshaft es ciencia) una teoría
de la ciencia.
Quien toma esto muy claramente y le da un sentido
filosófico, quien retoma sobre todo la reconstrucción de la
geometría, es Bertrand Russell, publicando en los últimos años
del siglo XIX una obra fundamental, Los fundamentos de la
geometría, en la que utiliza la palabra
epistemology como traducción, o como equivalente al
wissenshaft leherer de los alemanes. No la teoría del
conocimiento, no el erkenntniss, sino la teoría de
la ciencia. Poco después, en 1901, se traduce al francés
el libro de Russell, y allí aparece la palabra
epistemoligie, que según el diccionario histórico de la
lengua francesa es el punto de partida del uso de la palabra
epistemología, como distinta a la teoría general del
conocimiento que había sido edificada por los filósofos. Quien
nacionaliza el término epistemoligie, que va a pasar al
español como epistemología, es Meyerson. Su libro
publicado poco después, Identidad y realidad, comienza
el prólogo diciendo "me voy a ocupar de la filosofía de la
ciencia o epistemología como hoy empieza a usarse". Es ese el
momento en el que aparece una epistemología como teoría
de la ciencia, distinta a lo que la filosofía especulativa
entendía como teoría del conocimiento. Entonces, a partir de
ese momento se hace necesario distinguir entre una teoría del
conocimiento que podríamos llamar teoría del conocimiento
común, y una teoría del conocimiento científico que sería la
epistemología.
Pero ¿qué pasa entonces con el conocimiento científico? Es
cierto, la ciencia ha demostrado que las disciplinas se han
renovado, que los conceptos tradicionales que los filósofos
habían analizado han caducado por completo. Cabe preguntarse
entonces ¿qué imagen del mundo da la ciencia?
Un libro de sir Arthur Eddington que fue muy difundido,
best seller cuando yo era joven, formuló el problema de manera
impactante. Eddington fue el primero que dio pruebas empíricas
de las teorías de Einstein cuando, en una famosa expedición
organizada por la Royal Society para observar un eclipse total
de sol en Brasil, encontró que efectivamente los rayos de luz
de una estrella se curvan al pasar cerca del sol. Su libro,
La naturaleza del mundo físico, plantea lo que se llamó
el problema de las dos mesas. Yo estoy trabajando sobre
esta mesa, pero en realidad hay dos mesas, esta que está
frente a mí, sólida, que tiene un color y peso determinados,
que es donde yo me apoyo cuando estoy trabajando. Pero la
física me dice que esta mesa tiene una materia que está
compuesta por moléculas, y que las moléculas están compuestas
por átomos, y que los átomos tienen partículas, y que todos
los elementos están en revolución y muy separados entre sí.
Eddington agrega, y ésta es la idea crucial, que si pudiéramos
juntar las partículas del átomo, los átomos y las moléculas,
el total de la materia de esta mesa cabría en la punta un
alfiler. Entonces, se pregunta, ¿qué es la mesa? ¿esta donde
me apoyo, o es lo que nos dice la física?
Bertrand Russell, con su estilo extraordinario traduce todo
esto en sus obras diciendo que el realismo ingenuo nos hace
aceptar los objetos del mundo tal como parecen, aceptar que
ahí están la mesa y las sillas como las vemos. El realismo
ingenuo nos conduce a la física, pero la física nos da una
imagen que contradice al realismo ingenuo. Si la física es
cierta, el realismo ingenuo es falso. Esto se tomó como una
humorada, como una de las famosas ironías de Russell. Sin
embargo, quien no lo tomó así fue Einstein, quien contribuyó,
quizás más que nadie, a construir la imagen que hoy
tenemos del mundo físico. Einstein toma esa butade de
Russell y dice "éste es el problema fundamental". Naturalmente
que Einstein creía en la física, para él la física era
comprobable. Pero entonces ¿cómo paso de este mundo de
sensaciones, de este mundo perceptual, al mundo de las teorías
físicas? Bueno, Einstein da su versión, la cual no voy a
comentar y prefiero dejar completamente de lado, porque ese no
es el Einstein que construye las teorías, sino el Einstein que
las interpreta, y en eso entra una concepción del mundo muy
religiosa con la cual abría que construir otros puentes que
Einstein deja sin aclarar. Es ese el momento en que empieza a
plantearse la problemática de la cual sólo puedo ofrecer aquí
un muy ligero esbozo, cuando surgen las escuelas empiristas de
principios del siglo XX, que son escuelas absolutamente
extraordinarias, no solamente por lo que van a hacer en
ciencia, sobre todo en el desarrollo de la lógica y la
matemática, sino porque se plantean con todo rigor el problema
que acabo de exponer.
El problema fundamental es cómo se pasa de las sensaciones
a la construcción de las teorías. El problema que propone el
empirismo lógico lo formula de manera muy nítida y con total
coherencia con su posición epistemológica. Si el empirismo es
correcto, todo lo que dicen las teorías puede finalmente ser
expresado en término de sensaciones y de relaciones entre las
sensaciones. La escuela de Viena, con Carnap a la cabeza, se
plantea el problema de llevar a la práctica una investigación
muy concreta, y dicen, muy bien, vamos a empezar con las
sensaciones y de ellas vamos a construir los conceptos
físicos. Este es para mí uno de los grandes experimentos
epistemológicos de la historia de la humanidad. El libro en el
cual se exponen los resultados es La estructura lógica del
mundo, un texto absolutamente extraordinario de uno de los
grandes lógicos del siglo XX. Pero Carnap tiene que confesar
que ha fracasado, no puede pasar de las sensaciones a la
construcción de los conceptos de la física.
La segunda experiencia, dentro de un programa similar, la
hace Bertrand Russell pero con un método completamente
distinto. Russell parte del lenguaje de la ciencia (el
lenguaje de la física) e intenta reducirlo a un vocabulario
mínimo. Entiende por vocabulario mínimo aquel en que todas las
proposiciones de la física pueden ser expresables
estrictamente en los términos de su vocabulario, pero que
además ningún término del vocabulario sea definible por los
otros. Empieza a trabajar con vocabularios mínimos que tengan
referentes directos en las percepciones y se propone, a partir
de allí, construir los conceptos de la física. Segundo fracaso
que Russell hace explícito: no podemos, a partir de
proposiciones que representan nuestras sensaciones, construir
un vocabulario suficiente para la ciencia, porque faltan las
relaciones, y las relaciones no son observables, ni son
reducibles directamente a observables. Esa es la segunda gran
experiencia epistemológica.
El último de los libros filosóficos de Bertrand Russell,
El conocimiento humano, termina con un capitulo
titulado Los límites del empirismo. En el último
párrafo de ese capitulo afirma que "debemos confesar que el
empirismo como teoría del conocimiento es inadecuado", y
agrega, quizás como consuelo, que sin embargo es mejor que
todas las anteriores y no tenemos otra cosa. Esa es la última
confesión de Russell: los límites del empirismo.
Ha habido muchos otros que hicieron estos intentos. El
tercero que voy a mencionar, que siempre menciono, es Quine.
Quine es uno de los grandes lógicos contemporáneos y empirista
a carta cabal toda su vida, que también intenta de mostrar
cómo pasar de las sensaciones a los conceptos científicos. Y
lo que yo llamo "el certificado de defunción del empirismo" lo
firma Quine en el congreso de filosofía de Viena, donde dice
una frase que es extraordinaria para quien fue el gran
positivista del siglo: "hemos dejado de soñar en construir una
ciencia a partir de los datos de los sentidos".
Estas singulares experiencias dan a este período un
carácter absolutamente extraordinario en la historia de la
filosofía, porque no creo que haya otro momento en el cual
realmente se intente llevar a sus últimas consecuencias una
posición filosófica.
Entonces ¿en qué queda el problema después de la defunción
del empirismo? Recapitulemos. A principios del siglo XX tuvo
lugar lo que doy en llamar el primer derrumbe epistemológico
del siglo, cuando la filosofía especulativa debió renunciar a
fundamentar los conceptos de la ciencia. Luego viene, hacia
mediados del mismo siglo, el segundo derrumbe epistemológico,
que es la evidencia de la insuficiencia del empirismo para
fundamentar los conceptos científicos.
¿Qué es lo que queda? La consecuencia práctica ha sido -y
esa es una posición personal que voy a expresar de manera un
tanto osada- lo que hoy se llama filosofía de las ciencias en
las universidades, en las facultades, en los textos, y que
carece de fundamentación epistemológica. La filosofía
especulativa no pudo fundamentar la ciencia, el empirismo
tampoco. La ciencia se quedó sin epistemología. Fíjense
ustedes que Kuhn, Feyerabend, Lakatos, y el mismo Popper, no
hacen epistemología, no muestran cómo se genera el
conocimiento, se acabó ese tipo de investigación. Lo que hacen
es nada más y nada menos que sociología de la ciencia.
¿Cuáles serían las consecuencias reales para la
investigación al haber renunciado al apriorismo de la
filosofía especulativa y al empirismo? La respuesta la
encontré cuando tuve la enorme fortuna de poder colaborar con
Piaget. En ese libro cuyo título es Psicogénesis e historia
de la ciencia[1], mostramos lo que llamamos mecanismos
comunes. Hablamos de mecanismos comunes, porque
hicimos comparaciones entre cómo se generan los conceptos en
la psicogénesis en los niños y cómo se generan los conceptos
en la ciencia. Y encontramos que los mecanismos últimos, no
los resultados del proceso cognoscitivo ni las estructuras que
se generan, eran comunes. Ahora creo que el problema hay que
plantearlo de una manera distinta a como lo planteamos en el
libro. Si tenemos que renunciar a conceptos a priori, si
tenemos que renunciar a los datos de los sentidos como origen
del conocimiento, quiere decir que en todo el transcurso del
conocimiento, desde el nacimiento hasta la ciencia, no puede
haber discontinuidades funcionales, porque si hubiera una
discontinuidad funcional, si hubiera un antes y un
después en alguna parte del conocimiento, entonces
volvería a plantearse el problema de cómo se basa el antes y
el después ¿otra vez por conceptos a priori? ¿otra vez por
datos de los sentidos? Si hay discontinuidad, significaría
replantear el problema del apriorismo y del empirismo. Debemos
aceptar, por consiguiente, una continuidad en el conocimiento,
sin comienzo (sea el conocimiento o las actividades que
podemos llamar cognoscitivas). Esto significa que esas
actividades están incluso antes del nacimiento, se sumergen en
la biología, y que hay un continuo desde la biología al
desarrollo de las actividades que luego van a ser
cognoscitivas. Significa, además, que esas actividades del
niño, del adolescente, del adulto no sofisticado, tienen
continuidad con la ciencia, que hay una continuidad funcional
de mecanismos en todo ese proceso.
Y eso para mí -aquí expreso una opinión personal- es
independiente de toda posición filosófica. Esto es lo que está
implícito en el constructivismo piagetiano. Es lo que sostuvo
Piaget sin haberlo dicho de esta manera. En mi opinión, la
renuncia al apriorismo y al empirismo supone o implica aceptar
la continuidad del proceso cognoscitivo.
Entonces desde allí se replantea el problema ¿En qué
consiste el conocimiento? Contestar que el conocimiento es una
construcción no resuelve el problema sobre qué se construye y
cómo se lo construye. No construimos los objetos, no
constituimos las mesas y las casas, entonces, ¿qué es lo que
construimos? En este punto tengo que recurrir a todas las
investigaciones psicogenéticas que se han hecho durante
sesenta o setenta años en la escuela ginebrina. Lo que se
construye es la forma de organizar las interacciones con el
mundo externo. El niño que nace con reflejos innatos, que nace
chupando (porque los que no chupan se mueren), que nace con
ese reflejo de succión, con el reflejo palmario, que patalea,
ese niño poco a poco va organizando sus movimientos y entra en
una interacción con el mundo. Creo que la gigantesca tarea que
hizo la escuela de Ginebra fue ir mostrando paso a paso en qué
consistió la organización de esas interacciones a partir de
las cuáles se genera el conocimiento. Conocer es organizar los
datos de la realidad, darles un sentido, lo cual significa
construir una lógica, no la lógica de los textos, sino una
lógica de la acción, porque organizar es estructurar, es
decir, hacer inferencias, establecer relaciones. Y estructura
es lógica. Volvemos a un estructuralismo, pero que no tiene
nada que ver con los estructuralismos clásicos. Es un
estructuralismo que llamamos genético en el sentido de
concebirlo como la génesis del conocimiento a través de
organizaciones estructurantes. A Piaget se le ha condenado
como estructuralista, pensando que de alguna manera reflejaba
las polémicas sobre el estructuralismo que hubo a mediados del
siglo XX. Lo que se olvida es que para Piaget -y lo voy a
decir de manera un poco paradójica- no se trata de un
sustantivo, estructura, sino de un verbo,
estructurar. Se trata de organizar nuestra experiencia,
y esa organización es crear estructuras, aunque por falta de
tiempo no puedo aquí explicar cómo ocurre.
En síntesis, el problema del conocimiento empezó a tratarse
de una disciplina que se ocupaba de todo el conocimiento,
tanto del conocimiento infantil, como del hombre adulto
"normal", para pasar a las actividades científicas. Tal fue el
dominio de la filosofía especulativa. Sin embargo, la
filosofía especulativa tuvo que retroceder cuando todas las
cosas que afirmó fueron contradichas por la ciencia, no por
otro sistema filosófico, sino por la ciencia. No sólo
retroceder, sino dejar parte de su campo a los científicos.
Con el empirismo se realizaron notables avances en
problemas de fundamentación de las ciencias. Pero cuando
trataron de fundamentar el conocimiento sobre
bases estrictamente empiristas, invadieron de hecho territorio
que la filosofía consideraba como propio. Más aún, al declarar
que todo conocimiento surge de la experiencia y que las
afirmaciones que no son directa o indirectamente reducibles a
proposiciones referidas a datos sensoriales no pueden tener
sentido cognoscitivo, realizan una amputación de una parte
considerable de la filosofía.
Esta fue, sin embargo, una situación transitoria. El
fracaso del programa empirista, que hemos señalado, significó
un regreso de la filosofía, en una nueva fase del
movimiento pendular que caracterizó las relaciones entre la
ciencia y la filosofía a lo largo de la historia.
Hoy tenemos ideas más claras sobre este problema, porque
contamos con una teoría que nos permite concebir el
conocimiento como un proceso continuo, que al nivel individual
se desarrolla desde el nacimiento hasta la edad adulta, e
incorpora el nivel social del desarrollo de la ciencia. Es una
teoría del conocimiento en la cual los procesos cognoscitivos
no tienen más punto de partida que las raíces biológicas del
individuo y sus interacciones con el mundo en el que
actúa.
Incorporar las raíces biológicas a la teoría del
conocimiento significa reconocer una frontera móvil que los
enormes progresos de la neurofisiología han ido desplazando,
mostrando que muchos aspectos del comportamiento individual
que se consideraba pertenecían a un terreno totalmente ajeno a
la biología tienen en realidad explicación biológica. Esto no
da pie para sustentar alguna forma de reduccionismo. Para la
teoría epistemológica constructivista, el desarrollo del
conocimiento, aún en los niveles más fundamentales, reclama
otros elementos constructivos.
En la brevísima síntesis precedente hemos utilizado
repetidamente el término conocimiento sin intentar
definirlo, por la simple razón de que no hay definición de
conocimiento. Contrariamente a lo que sostuvo el positivismo,
ninguna disciplina comienza con definiciones. Esto ya lo sabía
Newton, quien en sus famosos Principia soslaya el
problema de las definiciones iniciales declarando que no
definía tiempo, espacio, lugar y movimiento porque eran
conceptos bien conocidos por todos. Está claro que toda la
teoría revolucionaria que allí expone Newton es teoría del
movimiento, pero advierte que no necesita definir el término
movimiento. Le basta con definir transformaciones
del movimiento. Tampoco los matemáticos definen
número. Claro que se ocupan de los números -pueden
definir lo que es un número natural, un número racional, un
número real- pero el término número aisladamente no se
define.
¿Cómo empezamos, entonces, a tratar el conocimiento, la
ciencia?
Aquí me referiré nuevamente a la escuela de Ginebra. Piaget
caracteriza la ciencia como una institución social, lo cual
significa que cada sociedad, en cada momento histórico define
ciertas actividades como actividades cognoscitivas, y
designa el producto de esas actividades como
conocimiento. El conocimiento, y en particular el
conocimiento científico, es un producto social, y no tiene más
definición que la que le otorga el contexto social en el cual
se genera.
Esta posición la hemos explorado con Piaget en
Psicogénesis e Historia de la ciencia, y he procurado
profundizarla en El conocimiento en construcción [2], precisando más su sentido. La ciencia
que se produjo en distintas culturas respondió no solamente a
mecanismos internos del desarrollo del conocimiento, sino
también a las características de la cultura en la cual se
desarrolló. Mi principal punto de referencia ha sido Oriente,
y en particular China.
Lo que fue China como civilización recién se conoció en
Occidente en el siglo XX. La concepción que hubo en el siglo
XIX era deformada y errónea. Incluso algún gran pensador que
habla de las ciencias como un producto puramente occidental, y
me refiero a Max Weber, hace dicha afirmación con la visión
que el siglo XI tenía de China. Hoy sabemos que no es el caso
de que China se haya simplemente atrasado con respecto a
Occidente, sino que tenía una concepción del mundo muy
distinta. Me atrevo a decir que la concepción del mundo que
tenían los chinos, y más precisamente el taoísmo, fue una
concepción que en Occidente se desechó sin comprenderla. Hubo
excepciones. La más notable fue la filosofía organicista de
Whitehead, con su antecedente en Leibniz, de quien se sabe que
recibió la influencia de los jesuitas que trajeron el taoísmo
de China.
El mundo chino era un mundo en devenir, en permanente
cambio. Y era también un mundo que actuaba como un organismo
(con la imagen de nuestro propio organismo), que actúa como
una totalidad que no es parcializable. Esta concepción
organicista genera un pensamiento dialéctico contrapuesto a la
concepción atomística, característica del mundo y el atomismo
ha condicionado de diversas maneras el desarrollo de las
Occidental,disciplinas, aun aquellas que son puramente
formales. Daré sólo como ejemplo el atomismo lógico de
Bertand Russell, el cual conformó en gran medida la manera de
abordar la lógica en nuestro sistema de enseñanza, comenzando
por la lógica proposicional, es decir, con enunciados o
proposiciones elementales que se llamaron proposiciones
atómicas, las cuáles se asocian entre sí por medio de
conectivos lógicos, formando proposiciones
moleculares cuya validez se analizaba con las tablas
de la verdad. El lenguaje mismo en que se expresó la
lógica moderna reflejó claramente el contexto
conceptual que le dio origen, y las conocidas paradojas a las
que conduce muestran la debilidad para fundamentar la lógica.
Hoy sabemos que hay maneras diferentes de plantear la lógica.
El análisis psicogenético, desde una percepción epistemológica
constructivista ha puesto en evidencia una lógica de la
acción y una lógica de la significación, de base
inferencial, que precede al razonamiento proposicional, que es
próximo a la concepción dialéctica del conocimiento,
tema que hemos expuesto con Piaget en el libro Hacia una
lógica de significaciones[3].
Después de este panorama, que deja muchas lagunas y temas
truncos, quedará flotando el interrogante ¿pero entonces en
qué consiste la ciencia? Las respuestas tienen una
multiplicidad de variantes que rebasan las formulaciones
académicas. Podemos tomar como ejemplo lo que escribió a
principios del siglo XIX el más grande de los paisajistas
ingleses. Constable afirmó que la pintura es una ciencia, y
que las pinturas (los cuadros pintados) son experimentos. Sin
duda un músico podría haber dicho algo similar. Este tipo de
afirmaciones que pudieron quedar como expresiones de artistas
un tanto superficiales, fueron retomadas por Nelson Goodman,
un filósofo de la ciencia no de segundo orden. En un
libro provocador, The ways of world making (la forma de
hacer, de construir el mundo) Goodman contrapone las
consideraciones puramente racionales con otras maneras de
concebir el mundo. Se podrá replicar que si se utiliza el
término ciencia debe comenzarse por hechos, por
constataciones, verificaciones. En este contexto pienso que
vale la pena leer a Hilary Putnam, quizás hoy el filósofo
norteamericano más prominente. A este respecto recordemos el
problema que se planteó el positivismo ¿cuál es el lugar de
los valores en el mundo de hechos? El mundo es un mundo de
hechos. ¿Cómo surgen los valores? Putnam da vuelta el problema
y pregunta ¿cuál es el lugar de los hechos en un mundo de
valores? Porque el mundo en el cual actuamos es un mundo de
valores.
Me detengo aquí porque se acabó el tiempo que me asignaron,
y tengo una excelente excusa para no entrar por esos
derroteros.
* El texto corresponde a una exposición durante
el Seminario Formación y reestructuración de conceptos en
Ciencias y Humanidades en el CEIICH-UNAM, fue entregado por el
autor para su publicación en Herramienta.
Rolando García es una de las personalidades más importante
de la ciencia argentina. Físico, meteorólogo, se especializó
en filosofía de las ciencias. Representante de la escuela del
positivismo lógico en la Argentina. Fue decano de la Facultad
de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos
Aires y verdadero artífice de toda una generación de
brillantes científicos argentinos. Debió emigrar en 1966
expulsado por la dictadura militar. Radicado en Ginebra,
Suiza, fue colaborador de Piaget en el Centro de Epistemología
Genética. Es autor de innumerables libros y publicaciones.
Actualmente vive y enseña en México. Herramienta también le
publicó en el Nº 19, de otoño de 2002, un extenso reportaje
realizado por Marcelo Claros y Antonio Castorina.
[1] .La edición original está publicada en
español por Siglo XXI, y en francés por Flamarion. Hay
traducciones al italiano, al inglés, al portugués, al japonés
y al chino.
[2]El Conocimiento en construcción. De las
formulaciones de Jean Piaget a la teoría de sistemas
Complejos, Rolando García, Gedisa, Barcelona, 2000.
[3] Edición original: Vers une logique des
significations, Ginebra, Murionde, 1987. Hacia una
lógica de significaciones, Jean Piaget y Rolando
García, Serie Lógica y Epistemología, Tucumán- Argentina,
Bibliotecas Universitarias del Centro Editor de América
Latina, 1998. |